Miel caminaba de un lado a otro, perdido por completo en sus pensamientos. La apretada camisa que llevaba puesta le daba calor, por lo que no temblaba debajo de aquella lluvia que arreciaba su rojo y largo cabello, pegándoselo a la cara. Sus azules ojos miraban sin ver el agua que caía a su alrededor, indiferentes.
¿Por qué estaba bajo la lluvia? No lo sabía. O quizás no lo recordaba. Al fin y al cabo, le daba igual la razón. Lo que a Miel le importaba, era estar allí. Poder sentir el viento en su rostro, el césped bajo sus pies, aquella calidez a su espalda…
Se apartó de un salto del lugar en que estaba, y observó aterrorizado a la mujer que lo había ocupado de inmediato.
La joven rubia le sonreía, con los verdes ojos llenos de alegría. Exclamó que estaba muy feliz de volver a verlo, y avanzó para poder abrazarlo. Pero Miel volvió a alejarse hasta que una pared le impidió hacerlo más, colocando la mayor distancia posible entre ellos.
Masculló su nombre en voz muy baja, como si tuviera miedo de pronunciarlo. Aní asintió, sonriendo. Quizá con malicia. Miel no lo sabía. Lo único que sabía es que no quería verla. Su sola presencia le causaba temor, siempre había sido así. Y las cosas no iban a cambiar justo en ese momento.
Se dio la vuelta y comenzó a correr, sin saber dónde. No tenía idea de hacia qué lugar estaba yendo, sólo quería salir de allí. No quería verla, no quería escucharla, no quería sentirla. Eran cosas que no podía soportar.
Soltó un grito cuando unas fuertes y tibias manos lo tomaron de la cintura, abrazándolo desde atrás. Esos brazos lo hacían sentir preso, lo hacían pensar que no tenía posibilidades de escapar.
Aní lo besó en el cuello, y Miel gritó. Se retorció entre sus brazos, intentando zafarse, cosa que no logró. Hacía mucho tiempo desde la última vez que había querido utilizar su fuerza contra ella. Probablemente había perdido práctica. O quizá ya no tenía fuerza. Fuera como fuese, era lo que menos le importaba a Aní. Mientras pudiera tener a su niño entre sus brazos, lo sería todo para ella, y lo demás le daría igual.
Miel soltaba gritos desgarradores, seguidamente ahogados por las lágrimas que caían de sus ojos sin vida. Lo único que quería, lo único que deseaba, era huir de allí.
Hasta que un rayo de esperanza se asomó por un recodo. Era él, era lo único que se necesitaba para que Miel fuera feliz. Era la voz de Edhin, gritando a Aní que lo soltara. Que le hacía mal, que lo dejara.
Al verlo, todas las emociones de Miel cobraron fuerza. Logró zafarse de las manos que lo apresaban, y corrió a los brazos de Edhin de inmediato. Se refugió allí, mientras los brazos del moreno se cerraban en torno a él, en un abrazo sí deseado.
Edhin sólo le gritó a la rubia que se marchara. Que ella no tenía permitida la entrada a ese lugar, y mucho menos cualquier contacto con Miel. Que no sabía quién le había dado permiso de entrar, pero que desde ya podría estar pidiéndole, a la misma persona, permiso de salir.
Luego, se dio media vuelta, levantó a Miel en sus brazos y comenzó a avanzar hacia el blanco edificio que se erguía a sus espaldas. Entró a la habitación del niño y lo depositó sobre su cama con suavidad.
El pequeño pelirrojo temblaba, no podía detenerse. Edhin comenzó a susurrarle palabras tranquilizadoras al oído. Que Aní ya se había marchado, que no podía entrar allí, que no podía hacerle daño. Que ya no tenía que temer, que él permanecería a su lado. Y le acarició el cabello hasta que Miel se durmió.
Aní estaba resentida con Edhin. Él nunca le permitía ver a su pequeño. Siempre tenía alguna objeción al respecto. ¿Que ella le hacía mal? Ella lo único que hacía era amar a su niño.
Edhin reapareció a sus espaldas. La tomó de los hombros y la zarandeó con fuerza, gritándole. Que no le había bastado con enviar a su hijo a un hospital psiquiátrico debido a sus acciones, sino que ahora quería que la internaran también a ella. A lo que Aní respondió que no le importaba, siempre que por eso pudiera estar cerca de su pequeño.
Edhin le dio una bofetada y la echó de allí. No iba a permitir que aquella mujer siguiera causándole pesares a Miel. Pero ella se quedó parada en la puerta, bajo la lluvia, mojándose como si no lo notara. Hasta que una camioneta estacionó frente al hospital. Contra su voluntad, la obligaron a subir, y arrancaron de inmediato.
De hecho Edhin no sabía que ella ya estaba en uno. Que su forma de vida había llevado a la locura a los únicos dos miembros de una frágil familia.
Aome ~
1 comentario:
Que sharo, nee-cha o: !
Pero ta' lindo :3
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